Bautismo de Acero - Capítulo 1

Pyebra Ciudad Capital, año 3996

El viento huracanado que envolvió su cuerpo hizo que su vestido negro revoloteara a su alrededor y su cabello flotara como si la gra­vedad no le afectara. Las ramas de los arbustos que había a su alre­dedor se balancearon de lado a lado y algunas de sus hojas se des­prendieron de ellas. En una de las manos de la Señora Viktoria pa­reció como si una pequeña tormenta su hubiera formado en su pal­ma. Luego de esperar unos segundos a que la energía se condensara y pudiera manipularla, levantó su mano y un rayo de luz blanca salió expulsado de ella.
Lehsa abrió los ojos al doble de su tamaño y, en una mezcla de miedo y desesperación, cruzó los brazos delante de él y escondió su cabeza. El rayo rebotó en el escudo invisible que había creado y se desvió hacia un costado. La rama de un árbol se desprendió después del impacto. “Demonios, me hubiera abierto el pecho como a una maldita cabra” pensó.
¡Lehsa, abajo! —Escuchó que alguien gritaba detrás de él.
El joven se arrojó al suelo hecho un ovillo y una bola de fuego del tamaño de la rueda de una carreta pasó por sobre su cabeza. Cuando miró hacia atrás, vio que Tareq estaba acercándose a él. Lo ayudó a levantarse y vieron cuando la mujer levantó ambas manos. La esfera detuvo su recorrido en el aire, aunque seguía girando. La Señora Viktoria sonrió y la esfera comenzó a aumentar lentamente su tamaño.
¿Serán capaces de detenerla? —exclamó riendo—. No deberían jugar con fuego, podrían quemarse.
La Señora Viktoria arrojó la esfera hacia los jóvenes. Otra vez el terror se apoderó de Lehsa, que giró a ver a Tareq y vio en su rostro que él se sentía de igual forma.
¡Corran! —Una pequeña mano jaló las mangas de sus túnicas, y los jóvenes retrocedieron sin poder quitar los ojos del pequeño sol que se acercaba a ellos. Lehsa ya podía sentir el calor en su rostro y en su mente apareció la imagen de su cuerpo cocinado. “Vaya forma estúpida de morir. Maldito Tareq, que ocurrencia más ridícula ha tenido”.
Comenzaron a correr, intentando alejarse de la Señora Viktoria, cuando la tierra se sacudió bajo sus pies y un sonido atronador lo sorprendió. Lehsa cayó al suelo y sintió su rostro estrellarse en la hierba. El golpe en el pómulo y la frente lo aturdió por unos mo­mentos, pero debía continuar escapando. Se arrastró unos pocos metros y giró para ver detrás de él. Un muro de tierra sólida se ele­vaba varios metros por encima de la superficie, limitando su visión y agradeció a los dioses que ya no podía ver a la Señora Viktoria. Se sentó en la hierba, aún sin haber recuperado la capacidad de oír, y miró con más detalle el muro. Se había formado una protuberancia allí donde la bola de fuego había impactado.
—Lehsa ¿estás bien? —La voz de Tareq se escuchaba tan lejos que no sabía si lo había imaginado o si de verdad estaba oyéndolo hablar. Giró la cabeza y vio que Tareq estaba a su lado, tan cubierto de polvo, sangre y suciedad como estaba él. Asintió y se puso de pie apoyándose en su compañero. Nihá y la pequeña Idris estaban de pie junto a la muralla, con sus ojos fijos en el muro de tierra. Oyó la lejana voz de Tareq llamar a Nihá y vio que ella movía los labios, mientras se acercaba pero no fue capaz de escucharla. Idris dio la vuelta y comenzó a caminar hacia ellos, pero solo dio unos pasos cuando la vio caer de cara al suelo. Una porción de tierra se des­prendió del muro y cayó sobre ella, sepultándola por completo. Los sonidos regresaron de pronto, mientras corrían hacia donde estaba la niña; a Lehsa le sorprendió el murmullo que emanaba desde las entrañas de la tierra bajo sus pies.
Los jóvenes llegaron y comenzaron a escavar con sus propias manos en busca de Idris. Lehsa sintió la tierra húmeda meterse debajo de sus uñas.
¡Señora Viktoria! —Una voz masculina llamó desde algún lu­gar detrás de ellos—. El Señor Reda ha regresado.
—Excelente. —Se oyó desde el otro lado de la muralla—. Hemos terminado por hoy. Pueden retirarse.
—Idris está enterrada, Señora —dijo Tareq, con desesperación, sin dejar de excavar.
La tierra que había formado el muro frente a ellos comenzó a re­gresar a su lugar, incluso la tierra que había cubierto a Idris. La pe­queña estaba hecha un ovillo, y tenía las palmas de sus manos hacia arriba, como si estuviera sosteniendo algo invisible. Abrió los ojos en cuanto vio que estaba siendo liberada y, cuando notó que ya no estaba en peligro, bajó las manos. La tierra que aún quedaba sobre ella cedió unos centímetros y cayó sobre su túnica.
¿Te encuentras bien? —preguntó Tareq. La niña asintió mien­tras se quitaba de encima los restos de hierba y tierra de su túnica.
Cuando la Señora Viktoria llegó hasta ellos, los cuatro estaban de pie e hicieron una reverencia al verla.
—Buen trabajo —les dijo con una sonrisa y luego se alejó.
Lehsa miró a su alrededor y vio que algunos árboles estaban tor­cidos y sus raíces expuestas. Había lugares entre la vegetación que estaban quemadas por completo y en su lugar solo había cenizas y humo. Habían destruido uno de los jardines del Palacio de Las hojas en el entrenamiento de hoy.


Viktoria caminó por la alfombra aterciopelada que cruzaba la Sala Dorada de una punta a la otra sin que sus pies descalzos la delataran. El Rey Kirios Almairon estaba sentado en su trono y frente a él se encontraba su hermano, Reda. Ninguno de ellos se percató de que la mujer había llegado hasta que estuvo a pocos centímetros de ellos.
¿Has tenido un buen viaje, Reda? —preguntó a modo de saludo.
—Mi Señora —dijo bajando el mentón—. Por supuesto. En los próximos días arribarán cerca de cincuenta magos, todos los que dieron sus nombres. Esta vez todos ellos quisieron seguirla, mi Se­ñora.
—Eso es excelente —exclamó el Rey y Reda asintió.
—He visto que han destruido los jardines, Señora, es una pena —dijo Reda, mirándola fijamente.
—Así es —respondió sin apartar la mirada—. ¿Te imaginas lo que podrán hacer mis muchachos cuando lleguemos a Sitnor?
—Hablando de eso… Reda, deberás bajar hasta Sitnor pronto —dijo el Rey—. Ya tenemos allí a quien nos ayudará.
—Por supuesto. Si me disculpan, me retiraré a descansar.
Sí, adelante —dijo el sonriente Rey.
Reda se retiró y la Señora Viktoria se acercó a su esposo.
—Luz de mis días —dijo susurrando en su oído— serán dos.
¿Estás segura? —El Rey se removió en su silla, tratando de encontrar sus ojos con la mirada.
—La diosa Thara, madre de todo, me lo ha dicho. Una niña y un niño —Viktoria acomodó su negro y largo cabello. Notó que su es­poso no esperaba una noticia así, hacía poco tiempo le había dicho que sería padre, y eso lo había hecho inmensamente feliz. Él le había confiado que deseaba que fuera un niño fuerte e inteligente para que en el futuro, cuando la diosa Zarba decida que sus días han acabado, pueda gobernar su imperio.
¿No dirás nada? —dijo sentándose en su falda, rodeándole el cuello con sus delgados brazos.
—Estoy sorprendido y encantado con la noticia. Imagínate. Dos niños fruto de nuestro amor —el Rey la besó en los labios.
—Debo viajar a Puerto Bahía —dijo Viktoria al cabo de unos minutos.
¿Cuándo regresarás?
—En poco más de un mes. Los niños deben nacer aquí. Tendré tiempo de descansar y recobrar fuerzas para esperarlos.
—Deberíamos comenzar a buscar una nodriza.
—No, yo los alimentaré —dijo mientras sus largos y delicados dedos jugaban con el cabello de su esposo—. No quiero que alguien más lo haga, luz de mis días.
¿Podrás con los dos? —El Rey lucía preocupado.
—Por supuesto. La Madre Thara no me bendeciría con dos niños si creyera que no soy capaz de hacerlo —se puso de pie y se acercó a la ventana. Una ráfaga de aire cálido le alborotó el cabello.
¿Cuándo partirás? —dijo acercándose a ella por detrás, colo­cando las manos sobre el pequeño vientre que gestaba a sus herede­ros.
—En dos días. Una vez que nazcan los niños, retomaré los viajes. Iré a los poblados más pequeños, tenemos que recorrer cada rincón de Pyebra para sumar más gente a nuestra causa.
—Admiro tú valentía y tú decisión —dijo el Rey.
Ella sonrió complacida. A través del ventanal se veían los selvá­ticos jardines del Palacio de Las Hojas. Lo habían llamado así por la gran cantidad de plantas y árboles con enormes hojas que lo rodea­ban, y desde su entrada, era lo único que se veía. Tenían que acer­carse a escasos metros para distinguir la intervención del hombre en el paradisíaco paisaje. El clima cálido y húmedo hacía que la vegeta­ción crezca abundante, con hermosos y llamativos colores y aves de distintos tamaños y brillantes plumajes de todas las tonalidades ale­graban las mañanas con su dulce cantar.

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