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Ritual

  Laurent Monvant ascendió los desgastados escalones de piedra que llevaban a la torre este del Gran Templo en mitad de la noche. Se detuvo a mirar al exterior por unos momentos y contempló los copos de nieve que golpeaban las ventanas, transportados de un lado al otro por voluntad de furiosos remolinos blancos, sumergidos en una extraña danza. Un escalofrío recorrió su cuerpo y se acomodó el abrigo de piel. Lo habían sacado de la calidez que solo los brazos femeninos pueden ofrecer, pero habían tenido una buena razón. Nadie se atrevía a molestar al Supremo Sacerdote de Zarba por nimiedades. Una muchacha, que habían encontrado en una aldea cercana a Vhinden, había llegado al fin. —No ha parado de llorar en todo el camino —dijo un sacerdote gordo y calvo ni bien Laurent abrió la puerta de la habitación más alta. El Supremo Sacerdote chasqueó los dedos y los cinco fogones se encendieron al mismo tiempo. Había uno en cada punto cardinal y uno en el centro del lugar. —Retírate —murmuró. El

Magtha y el dragón

Magtha estaba sentada en una roca y miraba, sin mirar, el río que corría a pocos metros debajo de ella. Oía, sin oír, el murmullo de las aguas bajo sus pies, el canto de las aves y el viento entre las hojas de los árboles. Se quitó los zapatos de piel de ante y el agua se sintió cálida y burbujeante en su piel, pero no pasó mucho hasta que dejó de sentir eso también. Magtha estaba rota, cada vez más. Hacía cientos de años que intentaba encontrar algo que le de la motivación necesaria para sentir algo, pero no lo encontraba. Había intentado con todos los oficios pero no hallaba en ellos esa pasión que motivaba a los de su raza a continuar haciéndolo. Conocía elfos que, desde jóvenes, se habían dedicado al arte de la fabricación de armas y, después de siglos de perfeccionamiento, aún lo hacían con tanto amor que cada una de sus piezas llevaba un trozo de su esencia impregnada. Lo mismo ocurría con los alfareros o los que hablaban con la vegetación o con los animales. No había nada. Ya no