Magtha y el dragón

Magtha estaba sentada en una roca y miraba, sin mirar, el río que corría a pocos metros debajo de ella. Oía, sin oír, el murmullo de las aguas bajo sus pies, el canto de las aves y el viento entre las hojas de los árboles. Se quitó los zapatos de piel de ante y el agua se sintió cálida y burbujeante en su piel, pero no pasó mucho hasta que dejó de sentir eso también.
Magtha estaba rota, cada vez más. Hacía cientos de años que intentaba encontrar algo que le de la motivación necesaria para sentir algo, pero no lo encontraba. Había intentado con todos los oficios pero no hallaba en ellos esa pasión que motivaba a los de su raza a continuar haciéndolo. Conocía elfos que, desde jóvenes, se habían dedicado al arte de la fabricación de armas y, después de siglos de perfeccionamiento, aún lo hacían con tanto amor que cada una de sus piezas llevaba un trozo de su esencia impregnada. Lo mismo ocurría con los alfareros o los que hablaban con la vegetación o con los animales. No había nada. Ya no sentía nada, aunque siempre había deseado hacerlo.
Por mucho tiempo, pasó sus días buscando “eso”, esa chispa que sentía debía estar en algún lugar y ella no era capaz de encontrar. Pero las energías la habían abandonado, ya había perdido mucho tiempo buscando para no encontrar, corriendo para no llegar a ningún lado, riendo para no ser feliz. Magtha estaba cansada.
Como último recurso partió hacia el norte del bosque, allí donde habitaban los feroces dragones, en busca de uno de ellos. Quizás, ahí encontraría lo que deseaba.
Hacía tres lunas que había dejado sus dominios y llevaba más de diez días detrás del rastro de un dragón de gran tamaño. Lo notaba torpe y descuidado. Muchos amaneceres había divisado su rastro muy cerca de su campamento, como si él también la espiara. Aún así, no había hecho nada para acabar con ella y eso era algo que la intrigaba. Deseaba comprender sus razones, puesto que le extrañaba su falta de agresividad. Ambas razas habían competido por milenios por ser la más poderosa, se habían aniquilado mutuamente casi hasta extinguirse y, al ver sus números menguando con alarmante rapidez, decidieron hacer una tregua. Los dragones se retiraron al norte del extenso bosque y los elfos eligieron ya nunca más cruzar los límites. Hasta que Magtha lo hizo.
Magtha oyó el crujido de una rama y giró la cabeza. Un dragón de rojas escamas se asomaba entre los árboles. No se sobresaltó al verla a los ojos, como si hubiera estado esperando ese momento. La elfa volvió su atención a las aguas que corrían sin detenerse y el dragón permaneció en el mismo lugar.
Magtha esperaba.
Y esperó, inmóvil, pero nada sucedió. Levantó sus pies y los dejó secar con el aire cálido, se calzó sus zapatos y se dio la vuelta. El dragón estaba recostado entre los árboles, aún mirándola.
—¿Qué sucede contigo? —preguntó Magtha.
—Descanso. Espero.
—¿Qué esperas?
—Algo. —Magtha lo miró confundida—. Espero a que me ataques.
La elfa rio.
—He venido aquí a morir —contestó—. Lejos de los árboles que me vieron crecer, lejos de la tierra que absorbió mis lágrimas.
—Una elfa no puede dejarse morir —gruñó el dragón.
—¿Quién lo dice? —La elfa se sentó frente a él.
—Todos, no lo sé. ¿Cómo puede un ser lleno de amor y bondad, echarse al suelo a morir? Sin razón, sin sentido.
—Por eso, porque no tengo razones para continuar existiendo y porque no tiene sentido que continúe respirando, cuando ni siquiera hago nada de provecho para merecer el aire que utiliza mi cuerpo.
—¿Tú crees que me has encontrado con la guardia baja?
—Supongo que si…
—Yo también deseo dejar de vivir.
—¿Y tú por qué? ¡Tú no puedes morir! —Magtha se puso de pie y se acercó más a él, para ponerse frente a uno de sus enormes ojos negros—. ¡Eres un dragón! Eres magnífico, tus alas son fuertes, tus garras poderosas, tus mandíbulas podrían triturar mi cuerpo con solo cerrarse. ¿Y tus escamas? Tus escamas brillan con cada mínimo movimiento que haces. ¡No puedes morir!
—¿Quién lo dice? —murmuró el dragón. Magtha volvió a sentarse en la tierra y se miró las manos.
La elfa comprendió en la difícil situación en que se encontraban.
Eran dos criaturas pertenecientes a las razas mágicas, las únicas de esas tierras. Sin embargo, se habían encontrado en lo profundo del bosque y ambos estaban desilusionados, decepcionados y ya sin energías para continuar. Cada uno tenía sus motivos y, a su vez, carecían de uno que los mantuviera atados a la vida.
El dragón se había dejado cazar y la elfa se dejaría matar. Esos habían sido sus planes pero, en ese momento, no sabían que hacer. La lucha entre ellos no sería por vivir, sino por morir.

Samanta Esperón, ©2021
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