Ritual

 Laurent Monvant ascendió los desgastados escalones de piedra que llevaban a la torre este del Gran Templo en mitad de la noche. Se detuvo a mirar al exterior por unos momentos y contempló los copos de nieve que golpeaban las ventanas, transportados de un lado al otro por voluntad de furiosos remolinos blancos, sumergidos en una extraña danza.

Un escalofrío recorrió su cuerpo y se acomodó el abrigo de piel. Lo habían sacado de la calidez que solo los brazos femeninos pueden ofrecer, pero habían tenido una buena razón. Nadie se atrevía a molestar al Supremo Sacerdote de Zarba por nimiedades. Una muchacha, que habían encontrado en una aldea cercana a Vhinden, había llegado al fin.
—No ha parado de llorar en todo el camino —dijo un sacerdote gordo y calvo ni bien Laurent abrió la puerta de la habitación más alta. El Supremo Sacerdote chasqueó los dedos y los cinco fogones se encendieron al mismo tiempo. Había uno en cada punto cardinal y uno en el centro del lugar.
—Retírate —murmuró. El ambiente se llenó de humo y escapó por la puerta cuando el gordo sacerdote dejó el lugar.
—Por lo más sagrado, déjeme ir —sollozó la muchacha—. Prometo no decirle a nadie, nunca nadie sabrá qué es lo que pasó y porqué me arrancaron de mi familia.
«Son tan patéticos» pensó.
Laurent la ignoró, siempre ocurría lo mismo. Las súplicas, las promesas... era el mismo inútil repertorio que se repetía cada vez en todos para intentar conseguir que los liberen. La muchacha comenzó a toser, ahogada por el humo acre y amargo que empezaba a irritarles la garganta y los ojos.
El Supremo Sacerdote caminó hacia un rincón y comenzó a hacer girar una manivela; en un agudo rechinar empezó a abrirse un círculo en lo más alto del techo y el humo escapó tan rápidamente que se diría que extrañaba su libertad.
El grito de terror de la muchacha le apuñaló los oídos cuando la puerta se abrió. Se removió en las ataduras de su silla, histéricamente, pero nadie le hizo caso. El sacerdote gordo traía un brazo recién cercenado en cada mano. Largas líneas carmesí corrían por la pálida piel, desde donde se iniciaba el abrupto corte hasta llegar a los delicados y finos dedos de la mujer a la que habían pertenecido. Pequeños rubíes colgaban de sus uñas por unos breves segundos y terminaban estrellándose en el suelo de piedra, dibujando un brillante círculo que reflejaba la luz de las fogatas. Un escalofrío recorrió la espalda de Laurent y se obligó a apartar la mirada. Se fijó en la muchacha y vio que su cabeza colgaba sobre su pecho.
—Son patéticos —murmuró.
Detrás del sacerdote gordo, entraron otros dos sacerdotes, trayendo una pierna de mujer cada uno. Laurent les dio la espalda y se dirigió hacia el altar. Cuando se retiraron, puso los anillos de plata en sus dedos e introdujo un puñado de hierba negra en una copa de plata. De su cuello colgaba una fina cadena y, de ella, pendía una pequeña botella de vidrio en cuyo interior había un líquido azul brillante. La destapó con sumo cuidado y dejó caer una gota dentro de la copa. Un delgado hilo de humo púrpura ascendió hacia el techo y, momentos después, oscuras llamas, del tamaño de una uña, comenzaron a brotar con lentitud.
Laurent se alejó hacia el otro extremo del salón, donde los miembros habían estado desangrándose en una mesa inclinada. Levantó el cubo del piso, se asomó para ver su contenido y un nuevo escalofrío le recorrió el cuerpo. Dejó el cubo debajo de la mesa cuadrada, ubicado junto al fogón central, y se dirigió hacia donde la muchacha estaba sentada, desató la cuerda que la sujetaba a la silla, la tomó entre sus brazos y regresó al centro de la habitación. Recostó a la muchacha en la dura superficie cuadrada, la sujetó firmemente con correas de cuero e hizo que sus extremidades apuntaran a cada una de las fogatas. Con una daga rasgó sus vestimentas, para desnudarla por completo, humedeció un paño en el cubo que tenía a sus pies y pintó de escarlata cada centímetro que veía del cuerpo de la joven mujer. La muchacha no despertó en ningún momento, Laurent se alejó unos pocos pasos y se mordió los labios al ver su obra completada.
Volvió a acercarse al altar tomó la copa entre sus manos y la llevó a la mesa cuadrada.
—Thras lanta —murmuró, que en el idioma sagrado de los Astros significa enciéndete, y unas llamas negras se alzaron hasta rozar las vigas del tejado. Una risa estridente surgió de ellas y el fuego tomó la forma del cuerpo mutilado de la diosa Zarba, la segadora de almas. En esta ocasión, a la diosa le faltaba su mano y la mitad de la pierna derecha. Laurent la contempló por unos segundos con tanta admiración como temor pero, en seguida, bajó la mirada y se arrodilló a sus pies, con la frente en el suelo.
—¿Qué tienes para mi hoy, hijo? —chilló.
—Una estrella nacida como humana, mi señora —dijo sin moverse.
—¡Levántate, muéstrame! —exclamó, entusiasmada, y su voz aguda retumbó en cada rincón del Gran Templo.
El Supremo Sacerdote se puso de pie, corrió hacia el altar y Zarba flotó a su lado. Laurent tomó la daga plateada que reposaba dentro de una caja de ébano, bajó la cabeza y se la presentó.
—Bendígala, mi señora.
La diosa soltó un escupitajo de fuego negro sobre el plateado filo y el zafiro que adornaba el cabo de la daga brilló. Zarba volvió a reír y su cuerpo se estremeció al ver la luz azul.
Laurent regresó a la mesa que estaba en el centro de la habitación, acercó la daga al hombro derecho de la muchacha, la diosa observó cada movimiento que hacía su mano, mientras reía y canturreaba. Zarba acercó su oscuro rostro al cuerpo de la muchacha y Laurent, en un veloz y preciso movimiento, separó el brazo del cuerpo de la joven, quien lanzó un alarido y se retorció, inútilmente, en sus ataduras. Zarba aulló, la joven la miró aterrorizada y volvió a perder la consciencia. Laurent, ajeno, no podía despegar los ojos de la herida.
—¡Hazlo, hijo! —chilló, excitada, la diosa.
—¿Mi señora? —Laurent la miró sorprendido—. ¿Puedo hacerlo?
—Sé que lo deseas —susurró en su oído. Laurent cerró los ojos, extendió la mano y, cuando sus dedos alcanzaron la cálida humedad del río carmesí, se llevó los dedos a los labios.
—Miedo y dolor —murmuró—. Es tan perfecto.
El Supremo Sacerdote sacudió la cabeza de lado a lado para regresar a la realidad, vio que la diosa ya había liberado el brazo y estaba sentada en el suelo de piedra, colocando en su muñón la mano que había separado del brazo de la muchacha. Laurent tomó un hierro del fogón junto a la mesa, cauterizó la herida y, cuando el olor a carne quemada le inundó los pulmones, Zarba regresó flotando a su lado.
El sacerdote tomó el frío brazo amputado y lo colocó en donde, minutos antes, estaba el anterior. Comenzó a murmurar un largo hechizo y desde el pálido brazo surgieron lo que parecían miles de raíces, que se enterraron en la carne quemada. La muchacha abrió los ojos y volvió a gritar, pero Zarba le tapó la boca con la que, hasta hacía unos minutos, había sido su propia mano. Los gritos de la joven fueron sobrepasados por la estridente risa de la diosa, que chillaba y aullaba casi tan descontroladamente como la muchacha que estaba sirviendo al ritual. Su otro brazo y sus piernas corrieron la misma suerte que su primer brazo, y la joven se desmayó y volvió en sí en incontables ocasiones. Laurent, con la aprobación de su diosa, probaba el néctar de cada herida que su bendecida daga realizaba, haciendo que se sintiera cada vez más extasiado.
Cuando la muchacha tuvo su nuevo cuerpo listo y fue liberado de sus ataduras, Zarba le ordenó acercarse a ella. Los miembros que antes no le pertenecían, obedecieron a la diosa para sorpresa y, a la vez, horror de la joven, que veía cómo su extraño cuerpo blanco y rojo hacía su voluntad.
Zarba tomó el rostro pintado de carmesí con ambas manos y la besó en los labios. La muchacha quiso apartarse, asustada y espantada, pero Zarba la sujetó con fuerza.
Laurent las miraba de reojo desde el altar y, cuando terminó la preparación, caminó hacia ellas con lentitud, deleitándose por lo que sus ojos veían. Era extraño que la diosa tenga interés sexual en una ofrenda.
Cuando Zarba se percató de que Laurent estaba a su lado, envolvió a la muchacha con su cuerpo de llamas negras y ambas, siendo una, se introdujeron a la fogata que había en el centro de la habitación. La diosa y la muchacha gritaron al mismo tiempo, una de placer, otra de dolor, y sus voces se mezclaron tal como sus cuerpos se habían mezclado segundos antes.
Laurent comenzó a recitar un hechizo al mismo tiempo que lanzaba al fuego pizcas de aquello que llevaba en una copa tallada en ébano. Por más de una hora, Laurent giró alrededor del fuego en el que Zarba y la muchacha se encontraban, hasta que toda la carne se le consumió.
Cuando descendieron de la pira, no quedaba más que un esqueleto cubierto de piel gris y seca, rodeada de un halo de la oscuridad más absoluta.
—Indigno, has sido creado para servirme —dijo Laurent con firmeza.
—Mande, mi señor, y cumpliré —la voz cavernosa del oscuro ser retumbó entre las cuatro paredes y se escapó, como el humo, por la abertura circular del tejado del Gran Templo.
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Samanta Esperón
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