Bautismo de Acero - Capítulo 3
Aníbal Pronees, el Gobernador de Sitnor, estaba aún en su despacho
cuando alguien llamó a su puerta. Fue una sucesión de golpes
fuertes y apresurados. Sin esperar a que permitiera el paso, un
soldado de la guardia entró.
—¡Señor! ¡Señor! Los caballos regresaron
—dijo con voz entrecortada.
—¿De qué caballos hablas? —dijo el
Gobernador de qué estaba hablando.
—Los caballos negros, Señor, los caballos de
los jóvenes. ¡Llegaron solos! —dijo el soldado apresuradamente.
—¿Cómo que llegaron solos?
—Sin entender aún qué sucedía, el Gobernador se puso de pie—. Acompáñame al establo.
—Sí, Señor. Acaban de llegar.
—Avísale a Rob. Que se reúna conmigo en el
establo —dijo sin detenerse.
A dos puertas de su despacho, se abrió la puerta de Rob Guna, que
también había sido avisado por otro soldado. Apenas si se miraron y
siguieron recorriendo apresuradamente el largo pasillo que conducía
a las escaleras que llevaban a la planta baja. Luego de cruzar el
amplio hall de entrada, salieron por la imponente puerta principal
hacia la Plaza de la Fuente, que ocupaba un gran terreno en frente
del Palacio de Gobierno. Hacia su izquierda, se encontraba la
fortaleza que habitaban. Llegados allí, se encaminaron al establo,
donde había un grupo de hombres junto a los caballos negros de
Quentin y Josh.
—No están heridos ni agotados —dijo el
encargado—. Les dimos agua y les quitamos las monturas.
—¿Dónde las dejaron?
Uno de los hombres señaló el lugar donde las habían colocado.
—No están sus espadas ¿se las llevaron?
—preguntó el Gobernador. Sus hombres se miraron sin responder.
—Traigan al armero ¡Rápido!
—¿Dónde está la escolta? —El padre de
Quentin habló por primera vez.
—Salió detrás de los muchachos, señor, aunque
ellos partieron sin avisarles.
—Condenados muchachos. Maldita costumbre que han
agarrado, cuando regresen recuérdenme castigarlos nuevamente.
—Como si hubiera servido de algo —dijo Rob
calmadamente.
—Ni lo menciones —dijo el Gobernador en voz
baja. Luego agregó —: ¿Alguien de la maldita escolta ha regresado?
¿Se han reportado incidentes en algún lado?
—Nada aún, señor.
—Bien. Tú —dijo señalando al oficial que se
encontraba más cerca—, reúne un grupo de hombres y sepáralos en
tres grupos para que recorran la zona sur. ¿Alguien los vio entrar a
la ciudad?
—Envié a dos hombres a las puertas a preguntar
a los guardias, no deben tardar en llegar.
—Esperaremos hasta que regresen para enviar a
buscarlos.
La gran figura del armero atravesó la puerta.
—Señor Aníbal ¿me llamó usted?
—Así es. Dime ¿los muchachos se llevaron sus
armas cuando salieron?
—Si, señor. Pasaron antes del amanecer a buscar
sus espadas y pidieron dos cuchillos de caza también, dijeron que
irían a pescar. Disculpen ¿estaban castigados? Hice mal en
dárselas, disculpen ustedes. —El enorme hombre se retorcía las
manos. Ya lo habían metido en problemas más veces de las que
recordaba. Aunque con los años, ya nadie era regañado por sus
travesuras, sólo ellos mismos.
—No, hombre, tú tranquilo. Estábamos avisados
que iban a salir de pesca —lo consoló Rob.
—Gracias, ya puedes retirarte —dijo el
Gobernador.
El armero hizo un gesto afirmativo bajando el mentón, dio media
vuelta y abandonó el lugar. Segundos después, ingresaron los
soldados que iban a formar parte del escuadrón de búsqueda.
—Esperaremos a que lleguen los soldados que
fueron a las puertas y los enviaremos a buscar a Quentin y Joshua
—dijo el Gobernador dirigiéndose a sus hombres—. Sus caballos
llegaron solos hace unos momentos, las espadas que llevaban no están
y su escolta no ha enviado ninguna alerta. No sabemos que puede haber
sucedido, por lo que ustedes irán en su búsqueda. No hablarán con
nadie, ni harán preguntas. Cuando los encuentren solo los escoltarán
hasta aquí.
Los soldados asintieron y se dividieron en tres grupos, esperando
órdenes en silencio, al igual que el resto de las personas que
estaban allí.
Pasaron varios minutos hasta que finalmente llegaron los que habían
sido enviados a las puertas. Con voz agitada y casi sin poder
respirar, dijeron:
—Señores, los jóvenes han sido vistos entrando
a la ciudad y su escolta iba tras ellos.
—Ya los oyeron, pueden irse.
Casi la mitad de los soldados de la ciudad fueron movilizados esa
noche. De la fortaleza se dirigieron hacia la Plaza de la Fuente, y
allí se separaron para cubrir toda la parte sur de Ciudad Capital.
La preocupación se reflejaba en el rostro de los vecinos de al ver a
los soldados marchando. Lo normal era verlos en grupos de dos o tres,
pero esto era bastante inusual. Empezaron a correr rumores, pero
nadie se atrevió a preguntar que sucedía. No pasó mucho tiempo
hasta que la ciudad quedó completamente desierta. Todos corrieron a
encerrarse en sus casas de piedra y madera, cerraron puertas,
portones y ventanas.
En una callejuela cercana al muro oeste, uno de los escuadrones halló
a tres caballos atados frente a una posada de cuestionable
reputación. Por las insignias de sus monturas, supieron eran de la
escolta de Quentin y Josh.
—Buen momento para echarse un trago —dijo uno
de los soldados.
—Ustedes dos, vayan a ver que encuentran —dijo
el oficial a cargo señalando a dos de sus hombres, ignorando el
comentario.
Los aludidos ingresaron al lugar donde solo un par
de faroles estaban encendidos. El calor ahí dentro era sofocante, y
el olor a suciedad, otro tanto. Uno de los soldados caminó hasta el
cantinero,
que se encontraba detrás del mostrador. Un borracho que apenas podía
mantenerse sentado giró la cabeza para ver al soldado que aguardaba
en la puerta.
—¿Dónde están los dueños de esos caballos?
—preguntó señalando hacia afuera.
—No lo sé —respondió el cantinero encogiendo
los hombros—, hace un buen rato entraron dos sujetos de capas
negras, preguntaron algo que no entendí y antes de que pueda
decírselos, salieron nuevamente. Los vi atando allí a los animales,
se largaron rápidamente.
—Nos los llevaremos —dijo el otro soldado. El
cantinero asintió sin objetar.
Al salir, fueron enviados dos mensajeros a caballo para reportar la
novedad a los escuadrones que investigaban del otro lado de la
ciudad, mientras que el resto continuó la búsqueda en los
alrededores de la taberna. Debían hallar cualquier pista que los
lleve a la escolta y a los muchachos. A tres calles de la posada
encontraron que una bota asomaba entre una pila de tablas de madera.
Rápidamente comenzaron a moverlas hasta que encontraron una persona
muy malherida. Lo levantaron cuidadosamente y lo colocaron debajo de
uno de los faroles. Allí pudieron ver que su rostro estaba deformado
debido a los diferentes golpes y cortes. Tenía una profunda herida
que empezaba sobre su ceja izquierda y finalizaba en la mitad de su
mejilla, tal vez había perdido su ojo. Era Santoro, el oficial a
cargo de la escolta de Quentin y Joshua. Sus compañeros estaban
junto a él, pero ambos habían sido degollados. Santoro estaba
inconsciente y los intentos de despertarlo fueron vanos.
Desenrollaron de la montura unas mantas, y junto con las tablas
improvisaron una camilla para trasladar al herido al cuartel. Un
nutrido grupo de soldados acompañó a Santoro para que sea atendido.
—Ustedes —dijo el oficial a cargo señalando a
unos soldados que estaban junto a los cuerpos de los soldados de la
escolta—, quédense aquí. Vigilarán los cuerpos de sus compañeros
hasta que vengan a retirarlos. Nosotros continuaremos buscando a los
jóvenes. Cuando sean retirados, se nos unirán.
—Entendido, señor —respondieron al unísono.
El oficial partió junto con los soldados que quedaban, alrededor de
una veintena, e iban a paso lento, deteniéndose a cada instante. No
muy lejos de donde estaba Santoro y los suyos, fue el lugar donde se
habían enfrentado a sus agresores. Dos enormes manchas de bordes
irregulares marcaban el lugar donde sus compañeros habían
encontrado la muerte. Su sangre aún estaba fresca y brillaba con la
luz de la luna. El oficial apretó la empuñadura de su espada y sus
nudillos palidecieron.
—Mire, señor, por aquí —dijo uno de sus
hombres, mientras señalaba un muro. Al acercarse vio que estaba
salpicado de sangre. También se podían ver manchas en los árboles
y en los postes donde se colgaban los faroles.
—Parece que fue una maldita carnicería —susurró
uno a sus espaldas y los demás asintieron.
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