Bautismo de Acero - Capítulo 4

Un crujido apagó los demás sonidos de la noche. De repente, el atacante de Josh cayó de cara al piso levantando una nube de polvo a su alrededor, con su cuello doblado en un extraño ángulo. Antes de caer, la fina espada se escapó de su mano y se enterró en el mus­lo de Josh. Lo único que podía oírse era la entrecortada respiración de los muchachos y del sujeto que los había atacado.
Quentin aprovechó ese momento de confusión y con todas sus fuerzas abanicó su espada, cortando músculo y hueso por igual. La cabeza de su atacante rodó por el suelo para mirarlo con ojos asombrados. Su cuerpo permaneció unos breves instantes de pie y luego se desplomó con pesadez, mientras la sangre salía a borbotones por la herida abierta.
Al verse libres de esos extraños, Quentin corrió hacia su amigo para socorrerlo; vio que Josh tomó la hermosa espada entre sus ma­nos y la quitó de su pierna de un tirón haciendo una mueca, agrandando aún más la herida que ésta había ocasionado.
Al llegar a él, vio que muchas de sus heridas sangraban abundantemente. Quentin sintió que sus sentidos le fallaban, no era capaz de ver con claridad ya que parecía que un fino velo le cubría los ojos. Le zumbaban los oídos y se le dificultaba mantener la estabilidad. Hizo uso de toda su fuerza de voluntad para no desfallecer. “Piensa en otra cosa, piensa en otra cosa. Estrellas… tu estrella. Josh te necesita maldición, recupérate” pensó Quentin, mientras se arrodillaba junto a él.
¿Cómo te encuentras? —murmuró.
¿Qué demonios ha pasado? —El rostro de Josh estaba pálido y sudoroso, contraído por el dolor.
No lo sé. Yo tampoco entiendo que ha sido todo esto.
Si nuestros padres querían asustarnos, se les ha ido la mano.
Realmente dudo que hayan sido ellos, estos tipos querían ma­tarnos —dijo revisándolo.
Josh se miraba la pierna, mientras sus manos cubiertas con su propia sangre presionaban la herida de su vientre. Quentin se quitó la camisa y comenzó a romperla en tiras para vendar alguna de las heridas de Josh.
¿Qué fue lo que le sucedió? —preguntó Josh cuando Quentin terminó de asegurar las vendas, mientras miraba el cuerpo del hombre con el que se había enfrentado.
No lo sé, parece que se le rompió el cuello —dijo poniéndose de pie con algo de dificultad y pateando al cuerpo que yacía cerca de él.
¿Q, te encuentras bien? —preguntó Josh al verlo tambalearse. “Q” era la forma en que Josh llamaba a su amigo algunas veces.
Sí, solo que me he sentido algo mareado. Estaré bien —dijo fingiendo una sonrisa.
¿Cómo sucedió? —preguntó Josh luego de unos momentos—. No entiendo, nadie lo tocó.
Yo tampoco entiendo, pero mejor que así haya sido —dijo ten­diendo la mano para ayudar a Josh a ponerse de pie . —Ven, vámon­os de aquí antes que vengan más.
Josh frunció el ceño al levantarse.
¿Dónde está la escolta?
Espero de corazón que los hayamos perdido al pasar los mu­ros, el decapitado dijo que les habían dado muerte. Sujétate del pos­te unos momentos. —Quentin se alejó corriendo hasta donde habían caído las capas de los sujetos—. Deberemos tratar de no llamar de­masiado la atención. —Le dijo mientras le colocaba una de las capas sobre los hombros. Ante la mirada de desconcierto de Josh, Quentin prosiguió—. Estás muy herido, tu camisa está empapada en sangre y yo ni siquiera llevo una.
¿Tienes algo de valor? —Preguntó Josh súbitamente.
La espada solamente.
¿Ni monedas, ni una cadena?
Nada de eso, pero no creo que sea momento para hacer com­pras, Josh.
Calla, que me duele al reírme —dijo sosteniendo las heridas de su abdomen—. Deberíamos conseguir una botella de vino o algo por el estilo. No puedo caminar sin que me sostengas, es mejor que nos vean borrachos y no que hagan preguntas incómodas.
Buena idea, hay una taberna cerca de aquí, podría dejar mi es­pada. Vuelvo enseguida.
Voy contigo, no pienso quedarme a esperar los refuerzos de estos malditos.
Espera entonces, voy a limpiar este desastre así no debemos regresar —dijo Quentin corriendo a buscar la carreta. Al regresar, se detuvo a mitad de camino para recoger al que fue su adversario; pri­mero subió el cuerpo decapitado y el estómago se le revolvió cuando levantó la cabeza. En esos momentos, sentía que sus ojos abiertos podían ver todo su interior, sus pensamientos e incluso su malestar. Aun así, no se detuvo a pensarlo demasiado e hizo un par de pasos más hasta que llegó al otro cuerpo. Con gran esfuerzo y algo de ingenio, logró subirlo junto a su compañero. Tiró de la ca­rreta hasta ocultarla en un pequeño callejón. Un gato resopló y huyó saltando entre la basura que se acumulaba en todas partes.
Al retornar junto a Josh, Quentin vio que se acercaba un hombre que parecía bastante borracho, con una botella en cada mano. Cuan­do estaba a pocos pasos, salió a su encuentro.
Hola buen hombre —dijo arrastrando las palabras.
¡Hermano! —dijo el borracho abriendo los brazos.
Quentin se sorprendió pero, en un esfuerzo, lo imitó abalanzán­dose sobre él para abrazarlo, y aunque apestaba como los mil demo­nios, Quentin lo retuvo unos momentos junto a él.
Hermano, ya no tenemos dinero —dijo Quentin fingiendo tristeza—. ¿Me cambiarías una de tus botellas por mi espada?
¿Qué clase de hermano sería si me niego? —preguntó exami­nando la espada que Quentin le ofrecía con ojo crítico y dándole una de sus botellas al muchacho.
Gracias hermano —le dijo, abrazándolo por segunda vez—. Me gustaría recuperarla ¿Cómo podré encontrarte? Te pagaré bien.
Quentin se llevó la botella a los labios y bebió un gran sorbo de vino. El líquido tibio le produjo un cosquilleo en la garganta. Le ofreció la botella a Josh, pero éste la rechazó negando con la cabeza.
Te buscaré, hermano —dijo dando media vuelta—. Por cierto, ¿quiénes son ustedes?
Quentin, luego de mirarlo a los ojos por unos segundos, sintió que podía confiar en él.
Mi nombre es Quentin y él es...
… Joshua. —El borracho terminó la oración—. Mis Señores, dis­culpen —dijo tratando de hacer un gesto de respeto, que resultó más cómico que respetuoso—, no puedo aceptar su espada, me me­tería en problemas si alguno de los guardias me viera con ella. No podría decirles que los Señores me la cambiaron por vino barato. No, no ¿Y qué dirían sus señores padres? No, no, de ninguna mane­ra. Los señores tienen derecho a emborracharse sin ser descubiertos, si, si.
Fuimos atacados —dijo Josh perdiendo la paciencia y abrien­do parte de la capa para mostrarle el estado de su camisa, cubierta de manchas de sangre—, necesitamos parecer borrachos para que nadie note esto.
Llévate la espada —insistió Quentin—, y mañana preséntate en la guardia. Nuestros padres sabrán lo que pasó, podrás devolver la espada y recibirás una recompensa.
¿Qué clase de hermano sería si los dejo ir solos? Conozco esta zona, es peligrosa para alguien como ustedes a estas horas. Los acompañaré, si, si.
Quentin y Josh se miraron unos momentos y asintieron. El bo­rracho se colocó en medio de los dos y los abrazó sonriendo, les be­só la cabeza a ambos y se puso a cantar ruidosamente. Los mucha­chos se miraron extrañados, pero luego vieron que se acercaban tres personas. Tratando de seguirle la corriente al borracho, entre cantos improvisados, tropezones y risas fingidas, se acercaron a las perso­nas que venían caminando. Eran dos hombres y una mujer con un niño en brazos. Uno de ellos los saludó.
¡Eh viejo lobo! ¿Disfrutando la noche?
¿Qué es la noche si no se la vive? —respondió el aludido sin detenerse—. Mis sobrinos están aprendiendo. —Agregó sonriendo.
¡Tú sí que sabes! —Les gritó mientras se alejaba
Menos mal que no quiso acompañarnos —suspiró el borracho luego de girar la cabeza para comprobar que no eran oídos. Su bo­rrachera parecía haber desaparecido—. Señor Joshua, su pierna está muy mal —dijo deteniéndose y colocándolo entre él y Quentin. Josh descargó aliviado todo su peso en ellos.
Después de un buen rato de caminata, llegaron finalmente a la caseta de guardia que resguardaba la entrada a la fortaleza. Los mu­chachos se dirigieron hacia la entrada general, dos puertas enreja­das que ocupaban todo el ancho de la calle. Al verlos llegar, uno de los guardias salió de la caseta para impedirles la entrada.
Somos nosotros —dijo Josh mientras él y Quentin se quitaban las capuchas, cuya sombra les ocultaban los rostros. El guardia hizo un paso al costado.
¿Y el Señor? —Preguntó señalando con un gesto al borracho.
Viene con nosotros —respondió Josh.
Los esperan en el establo, jóvenes.
Gracias —dijo Quentin mientras cruzaban las puertas.
A unos pocos pasos de la entrada, estaba el establo. Desde afue­ra no se escuchaba ningún sonido y, de no ser por los faroles encen­didos dentro, parecía vacío.
Por todos los cielos... —dijo Rob al verlos entrar—. ¿Qué les sucedió? ¿Dónde estaban?
Josh se había quitado la capa al llegar al patio y su camisa estaba casi cubierta de sangre por completo. Algunas heridas se veían, in­cluso, a través de la tela rasgada.
Por los mil infiernos. ¿Qué te han hecho? —exclamó el Gobernador saltando del cajón que había estado usando de asiento al ver a su hijo atravesar las puertas del establo.
Nos atacaron, Señor —dijo Quentin.
¿Y qué demonios le sucedió a su escolta? —El rostro del Go­bernador había enrojecido y unas gruesas venas se marcaron en su cuello.
Nos dijeron que habían muerto —respondió Josh apenado.
¿Quién demonios se atrevió…? —exclamó apretando los puños—. Malditos sean... ¿y el Señor es...? —dijo dirigiéndose al borracho.
Él nos acompañó desde el lugar en que nos emboscaron y cuando supo quienes éramos, no aceptó la espada de Quentin a cambio de una de sus botellas de vino.
¿Para qué demonios querían vino?
Pensé que sería mejor que nos vieran parecer borrachos a que me vieran sangrando por todos lados, padre. Apenas puedo cami­nar.
Ya veo. Ve a que te limpien y curen esas heridas.
Quentin se dispuso a acompañar a Josh a la enfermería.
Quentin, dale su recompensa a este buen señor y regresa ense­guida —le dijo el Gobernador alcanzándole un saco con monedas de plata—. Muchas gracias por la ayuda que le dio a nuestros mu­chachos —agregó dirigiéndose al borracho.
No hay nada que agradecer, mi Señor —le respondió éste, ba­jando la cabeza.
Quentin y Josh lo acompañaron hasta las puertas y antes de lle­gar se cruzaron con un soldado que corría hacia el establo. Josh se despidió y siguió caminando con mucha dificultad hasta la enfer­mería. Quentin le tendió el saco de monedas y el borracho movió las manos, como si estuviera espantando una mosca.
No puedo aceptarlo, Señor Quentin.
Tenga, se lo ha ganado —insistió.
No lo hice por una recompensa, sólo quise ayudarlos.
No fue nuestra intención ofenderlo, no nos malinterprete, es­tamos muy agradecidos por su ayuda —Quentin notó que el borra­cho miraba alternadamente hacia la entrada de su casa y luego hacia el gran disco plateado de la luna, mientras murmuraba algo que él no podía llegar a entender—. ¿Cómo ha dicho?
¿Quién dijo qué? —preguntó a su vez el borracho, volviendo a fijarse en Quentin. Dio media vuelta, agregó— Que tenga buena noche, mi Señor.
¡Espere! ¿Cuál es su nombre?
No tengo nombre, Señor —le dijo mientras se alejaba por la calle.
Quentin lo vio marcharse, algo confundido. Miró hacia el cielo, buscando la estrella más brillante del firmamento. A su lado brillaba, se diría que con timidez, una muy pequeña, casi imperceptible. Su estrella. Se detuvo unos instantes a contemplarla y una sonrisa se dibujó en su rostro al verla, como cada vez que sus ojos la encontraban. Pero luego de unos segundos, recordó que debía regresar al establo.
Bien, cuéntanos —dijo el Gobernador ni bien Quentin ingresó. El muchacho se sentó junto a su padre y comenzó a hablarles de lo que había sucedido, desde la teatral entrada de los dos extraños has­ta que se encontraron con el borracho. Los dos hombres escuchaban sin interrumpir y Quentin se detuvo solo cuando terminó de contarles todo lo ocurrido.
¿Dónde sucedió? —Preguntó el Gobernador.
A dos calles del muro oeste y tres del muro sur. Quisimos evi­tar la calle de entrada por la gran cantidad de gente que había.
¿Cuándo fue la última vez que vieron a su escolta?
No presté atención, Señor, cuando entramos venían detrás nuestro y creo que aún nos seguían cuando giramos. No venían muy lejos, pero no oímos nada extraño. No noté que no estaban has­ta que, en un momento, vi que Josh estaba muy herido. ¿Ya regresa­ron? ¿Saben algo de ellos? —Quentin miró primero a su padre y luego al Gobernador.
Dos de ellos han muerto. Santoro está inconsciente, lo lleva­ron al cuartel.
Quentin palideció de repente. La noticia lo había afectado tanto que, de nuevo, tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no caerse ahí mismo.
¿Cómo sucedió?— preguntó con voz débil y entrecortada.
Por lo que nos informaron los escuadrones que fueron a bus­carlos...
¿A buscarnos? —interrumpió Quentin asombrado.
Sí, hijo, cuando los caballos regresaron solos, enviamos a bus­carlos.
Ah los caballos... No vimos a nadie buscándonos.
Quizás buscaban en otro lado...
Como decía, nos informaron que los soldados fallecieron de un solo corte en el cuello, los malditos los tomaron por sorpresa. Santoro está muy herido, aún más que Josh. No sabemos si ha per­dido un ojo.
Me gustaría verlo, debo-debo avisarle a Josh —susurró con­fundido.
Deja muchacho, el hombre está inconsciente, ya podrás verlo cuando despierte. ¿Dónde has dejado a los muertos?
La carreta está oculta en una callejuela, tapada de maderas y basura que había en el lugar. Quedó ahí mismo, apenas la moví unos metros. Supongo que aún no los han encontrado, puedo acom­pañarlos... —dijo Quentin mientras se ponía de pie.
Ya vete a descansar, lo necesitas. Nosotros nos ocuparemos de eso.
Quentin asintió y dejó el establo. Era una noche fresca y el brillo de la luna llena iluminaba todo con un blanco color. Se detuvo unos minutos a observarla y recordó la cancioncilla que había oído esa mañana, aún sin estar seguro si había sido un sueño. Por lo sucedi­do después, no había tenido tiempo para detenerse a pensarlo. ¿A quién se refería? ¿Por qué lo había escuchado? Las preguntas de pronto se agolparon en su cabeza, pero no podía responder a ningu­na de ellas. Se sentía muy desconcertado. Se quedó, sin embargo, unos momentos más, disfrutando del silencio. Cuando logró aquietar el torbellino de pensamientos que circulaban en su cabeza, se dirigió al cuarto de enfermería donde suponía que aún se en­contraba Josh, y en efecto, allí estaba, acostado en un catre, queján­dose mientras una enfermera le terminaba de colocar los vendajes.
Era hora que vinieras —dijo malhumorado—, pensé que ya...
Si me recibes de ese modo, mejor me limito a pedir el informe a la enfermera sin tener que verte el hocico.
Es broma —dijo sonriendo forzadamente—. No me gusta este lugar, sin ofender, señorita, pero no lo soporto.
Te aguantas. Aquí pasarás unos cuantos días, según me han dicho.
Josh resopló y cuando la enfermera los dejó solos, preguntó a Quentin:
¿Tienes alguna noticia? ¿Qué sucedió a la escolta? Sólo he vis­to a mi madre, y sabe menos aún de lo que yo sé.
Santoro está en el cuartel, herido de gravedad, parece que aún está inconsciente. Los otros dos han muerto, los tomaron por detrás, los degollaron... los muy cobardes ni siquiera fueron capaces de ha­cerles frente.
¿Fuiste a verlo?
Tu padre me dijo que mejor espere hasta mañana, de todas formas aún no despierta. ¿Y tú qué? ¿Cómo te sientes?
Como si me hubiera pasado por encima una tropilla de caba­llos salvajes.
¡No exageres! No será para tanto.
Si lo es —rió Josh—. ¿Y tú como te encuentras?
Creo que entero... no me falta ningún dedo —dijo sentándose en una de las sillas que había contra la pared, mientras se observaba las manos, —tengo mis dos brazos, mi cabeza aún está pegada...
¡La cabeza! Ese si fue un buen golpe.
Por suerte la espada estaba bien afilada... —dijo quitándole importancia.
Aún sigo sin entender que le sucedió al otro.
Igual yo.
¡Pero algo fue! —exclamó Josh.
Después de unos minutos Quentin acercó la silla a la cama y dijo:
No repitas lo que te voy a decir. —Y bajando la voz agregó—. Creo... creo que fui yo.
¿Cómo? ¿Sabes utilizar la magia? —Josh no podía creer lo que su amigo le decía.
¡Baja la voz, demonios! No, no sé utilizarla. A veces, en casos urgentes, deseo que algo pase... y solo pasa.
Pero le rompiste el cuello, no debe ser algo fácil de hacer.
Ese mal nacido estaba a punto de matarte, Josh, no iba a llegar a él de ninguna manera, estaba demasiado lejos de ti y tenía al otro encima. No había nada que pudiera hacer. Solo... solo deseé que le estalle el corazón o que se le rompiera el cuello. Tuvimos mucha suerte de que sucediera.
Sería muy útil que supieras como usarla a tu antojo. Recuér­dame llevarte siempre conmigo, así me salvas el pellejo —bromeó Josh.
No es tan fácil. Lo he intentado, en muchas ocasiones, cada vez que algo así ocurre... trato de repetirlo o hacer algo similar, pero nunca pude.
Alguien debe haber que pueda ayudarte.
¿Y cómo se supone que lo encuentre? Ser un mago o saber de magia es como ser, como mínimo, un monstruo. Nadie ve con bue­nos ojos a alguien como yo. Por eso nunca lo he dicho y por favor te suplico que me guardes el secreto.
Despreocúpate, no quiero perder a mi asesino personal —dijo Josh sonriendo.
Josh, no es broma. —Se quejó Quentin.
Tampoco es algo tan malo.
En tu opinión. Pero hoy maté a dos personas, a una de ellas sin siquiera tocarla. —Quentin se puso de pie de un salto y comenzó a mover las manos—. Imagina que nuestros padres supieran cómo sucedió en realidad. Me enviarían lo más lejos que pudieran, al Extremo Sur, o al medio del desierto Then Kua ¿quién sabe? Tesar no es mala idea del todo, pero tampoco es que quiera dejar Sitnor ahora.
Deberíamos ir a la Biblioteca, seguro hay algo que pueda ayu­darnos.
Todos saben que preferimos otras cosas a los libros, así sea limpiar el establo...
Serás tú, pero yo no —Josh tenía ese brillo en los ojos, el que indicaba que ya tenía una idea de cómo salirse con la suya.
¿Desde cuándo?
Mmm... —dijo rascándose la barbilla—. Desde que no puedo salir de aquí por estar herido. Haremos esto: tú no vendrás mañana hasta el atardecer. Todos saben que la paciencia no es una de mis virtudes, me quejaré desde el amanecer de mi soledad y mi aburri­miento hasta que alguien me sugiera leer. Seguiré protestando hasta que al final cederé y pediré un libro de magia. O varios...
¿Así sin más? —preguntó Quentin.
Sí. Así sin más... Para cuando vengas a verme voy a haber convertido este lugar en una biblioteca.
¿Y qué se supone que haga hasta el atardecer?
No sé. Quédate en el establo o ve a entrenar.
Me duelen músculos que no sabía que existían, no estoy para entrenamientos —dijo Quentin riendo.
Pues te inventas algo, pero asegúrate de parecer entretenido, o mejor aún, ocupado.
Ya veré como me las arreglo...
La conversación continuó unos momentos más y luego Quentin salió del cuarto de enfermería, miró al cielo y la luna seguía en la misma ubicación: justo encima de su casa. Se detuvo algo extrañado, pero el cansancio le pesaba en la mente y en el cuerpo para demorarse más tiempo, por lo que siguió caminando y recorrió los pocos pasos que lo separaban su casa.
La fortaleza donde vivían, había sido antiguamente la morada del Rey de Sitnor, pero luego de la última Gran Guerra, hacía ya muchos años, el último Rey decidió que luego de su muerte, los ha­bitantes de Sitnor elegirían a sus gobernantes, y serían los mismos ciudadanos los encargados de juzgar sus acciones en caso de no cumplir con sus funciones. La fortaleza, entonces, había sido dividi­da en dos y acondicionada para alojar a las familias del Gobernador y de su segundo al mando. El patio central estaba separado de los jardines individuales por gruesos muros de piedra, y se comunica­ban entre sí por puertas de madera. Quentin llegó a la que llevaba al jardín de su casa, cruzó el camino de piedra que conducía al patio y decidió entrar por la puerta de servicio, que daba a la cocina. El ambiente dentro era pesado y cálido, a pesar de que era muy tarde, y había algunas velas agonizantes en la mesa del centro de la habitación.
Hola hermano. —Una voz lo saludó desde la oscuridad.
Demonios Ara, vas a matarme de un susto un día de éstos —dijo llevándose una mano al pecho.
Es muy tarde, ¿de dónde vienes? —Una niña de dorada cabe­llera salió de entre las sombras.
Del establo. ¿No puedes dormir?
No. —Ara se acercó y besó la mejilla de su hermano.— Apes­tas a vino. Tienes suerte de que padre no haya regresado aún. ¿No tienes calor con esa capa?
Él está también en el establo. Por la mañana fuimos al arroyo, y al volver, pasando las puertas, nos atacaron. Tuve que quitarme la camisa para vendar a Josh.
¡Oh! —La manzana que estaba comiendo cayó de sus manos—. ¿Cómo está? ¿Y tú?
Tranquila. Josh tiene varios cortes, pero estará bien. A mí ya me ves... —dijo Quentin abriendo los brazos y girando sobre sus pies.
Pobre Josh —se lamentó.
Va a recuperarse pronto. Dos hombres de la escolta murieron y Santoro está inconsciente, muy herido.
¿Quién lo hizo?
Aún no lo sabemos. Eran dos norteños, a juzgar por el acen­to... —Quentin le contó a su hermana menor lo que había sucedido, omitiendo nuevamente lo referente a la muerte del atacante de Josh.
Al finalizar, Ara le dijo:
Me cuesta entender que ustedes hayan podido matar a dos su­jetos, al parecer, experimentados y mucho mayores.
Nosotros entrenamos desde que podemos mantener una espa­da entre las manos —dijo Quentin con el orgullo herido,— no fue solo buena suerte. No parecía que solo quisieran asustarnos, Josh se ganó una buena colección de cicatrices y...
¿Y por qué tú no? —le cortó Ara.
Él estaba en un callejón, imagínate, contra la pared... era un lugar bastante difícil para moverse con libertad, en cambio yo esta­ba en el cruce de calles, podía moverme más —dijo mientras hacía ademanes con sus brazos.
Ara abrió la boca para volver a cuestionar a su hermano, pero éste ya no quería seguir con la conversación, por lo que dio media vuelta para retirarse. Le urgía quitarse esa capa llena de sudor, vino y sangre seca. Cuando estaba llegando a la puerta, Ara le dijo:
Ha nacido.
Quentin se detuvo y giró para mirar a su hermana.
¿Qué? ¿Quién?
Nuestro hermano, ¿quién sino?
¿Cómo están? —De repente se sentía muy mareado.
Están bien, por supuesto. Ven, ¿quieres conocerlo? —dijo to­mando su mano.
Espera, iré primero a asearme, madre no debería verme así.
Sí, tienes razón. Estaré en la habitación de abajo.
Ara salió delante de Quentin y le soltó la mano al llegar a las es­caleras. El muchacho subió apresuradamente y en el descanso vio por el ventanal el reflejo de la luna en un charco de agua que había en la empedrada calle. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Sería su hermano "el hijo de la luna"?
De ninguna manera, no puede ser —dijo a media voz, tratan­do de convencerse.
De todas formas, su preocupación no desapareció. Pasó junto a su puerta y caminó hasta la siguiente, golpeó pero nadie respondió.
¿Noah no ha regresado aún...? ¿O estará dormido? —se dijo.
Volvió sobre sus pasos y entro a su habitación. Allí, se apresuró a quitarse la ropa y dejó todo en un cesto junto a la bañera. Tomó un poco de agua y comenzó a quitarse la sangre seca mientras buscaba alguna herida en su cuerpo. Encontró un par de pequeños cortes, apenas unos rasguños, por lo que se secó y buscó algo para vestirse.
Se sentía nervioso, aún tenía las palabras de esa extraña cancion­cilla resonando en sus oídos. Su hermano había nacido ese mismo día, la luna seguía todavía encima de su casa, y vaya a saber hace cuanto tiempo que estaba ahí, los extraños sujetos que los atacaron y a los que dio muerte, dos de los hombres de su escolta habían resultado muertos y él y Josh se habían salvado de pura suerte. Tenía miedo que su hermano fuera diferente, temía que fuera como él, pero al mismo tiempo se reprochó a si mismo ser tan prejuicioso. Había tenido un día demasiado largo y ya estaba algo malhumora­do. Terminó de vestirse, abrió la ventana por si regresaba su gato y salió. Bajó y se dirigió a la habitación de la planta baja. Tomó aire y entró con toda la naturalidad que fue capaz.
La habitación estaba iluminada por unas pocas velas, sin embar­go, eran suficientes para ver con claridad. Su madre estaba acostada, se veía algo pálida, pero su mirada irradiaba felicidad a pesar del cansancio que su rostro reflejaba. Ara estaba sentada en una silla a su lado, con el niño en brazos, sus ojos sonreían mientras lo observaban.
Quentin se acercó lentamente a su madre, le tomó una mano en­tre las suyas y la besó, ella sonrió.
Ven. ¿Quieres cargarlo? —preguntó divertida.
Él se dio vuelta y miró al niño, Ara corrió las mantas que lo cu­brían. Era un hermoso pequeño; tenía el rostro hinchado y enrojeci­do, pero recordó que ya había visto otros niños apenas habían naci­do, y lucían como él. Lo tomó en sus brazos y pensó que de ninguna manera podía haber algo mal en su hermano. Era un inocente, frágil e indefenso ser humano.
Sintió que le transmitía una sensación de paz que no habría imaginado poder sentir, y que tanto necesitaba en esos momentos. De repente olvidó que hacía sólo unas horas había utilizado su poder, olvidó que había apagado dos vidas. Ya nada le pesaba, había borrado de su mente esos ojos de mirada fija que los traspasa­ban por completo para mirar eternamente al infinito. Pensó que se sentía bien estar con su hermano.

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