Bautismo de Acero - Capítulo 2

Sitnor Ciudad Capital, año 3997

Una leve ventisca le revolvía el oscuro cabello mientras esperaba en la puerta del establo con dos caballos, con sus monturas, ya listos. Miró hacia la oscuridad del cielo y vio que ya faltaba poco para que amaneciera.
“Josh se está tardando demasiado, el muy holgazán seguro se ha quedado dormido nuevamente” pensó. Estaba por ir a buscarlo cuando se abrió una puerta de madera en el muro frente a él y apareció un muchacho despeinado y con los ojos hinchados, ter­minando de vestirse.
¿Te caíste de la cama? —preguntó con pereza, mientras abro­chaba su camisa.
—Parece que a ti se te han pegado las mantas —contestó Quen­tin Guna riendo.
—¿Ya tienes todo listo?
—Debemos pasar por la armería aún.
—¿Y qué esperas? —preguntó Josh Pronees divertido, fingien­do impaciencia, mientras volvía sobre sus pasos.
De regreso de la armería, Quentin le ayudó a acomodar las espa­das en las monturas, tratando de no hacer mucho ruido, ya que querían evitar que la escolta se enterara de su salida y los siguiera. La idea de tener escolta les molestaba, los hacía sentir débiles y observados, pero dado a que las peleas callejeras de Josh eran cada vez más frecuentes y más graves, sus padres les dieron a elegir entre llevar una escolta o quedarse en la fortaleza, y por supuesto, prefirieron cargar con un lastre a quedarse encerrados por toda la eternidad.
Como se encontraban en el mismo centro de la ciudad, les que­daba un largo camino hasta las puertas que la resguardaban y, una vez en la calle, pusieron sus monturas a la carrera para ganar tiem­po. Llegaron justo en el momento en que las abrían de par en par, por lo que no tuvieron que detenerse a rogarles a los guardias para que los dejen salir antes de tiempo.
Al traspasar las puertas, volvieron a fustigar a sus caballos y cada pocos minutos miraban hacia la enorme ciudad amurallada para comprobar que no eran seguidos. Cuando descendieron la pri­mera colina, aminoraron la marcha, para no agotar a sus caballos y a media mañana llegaron hasta el arroyo al que siempre iban a pescar; a los pocos minutos, tres jinetes los alcanzaron.
—Señores es su deber informarnos de sus salidas, no podemos protegerlos si se escapan cada vez que tienen la oportunidad —dijo Santoro, el oficial a cargo de la escolta, con tono neutro e inexpresi­vo.
—Tranquilo —dijo Josh fingiendo una sonrisa y entrecerrando los ojos mientras le palmeaba el hombro—, solo estábamos poniendo a prueba la efectividad de la escolta.
—Con todo respeto, Señor, dudo que quieran ponernos a prueba todos los días. Ya hemos demostrado nuestra capacidad. Sus padres no nos hubieran confiado sus vidas si consideraran que no es así.
—Nuestros padres son un par de…
—No volverá a suceder, oficial —Intervino Quentin antes que Josh terminara una frase que podía llegar a lamentar. Luego se diri­gió a su amigo—. Vamos a poner las cañas…
—Estaremos aquí si nos necesitan —dijo finalmente Santoro, mientras se apartaban de los jóvenes.
A pesar de que no había resultado como esperaban, decidieron ignorarlos completamente y seguir con sus planes sin que aquello es­tropeara su día de pesca.
Cuando ya habían puesto sus cañas en la orilla, optaron por ir a caminar, recoger algunas frutas y, si se presentaba la oportunidad, cazar, algo que casi nunca lograban porque su constante parloteo ahuyentaba a todas las presas. Ese día el tema de conversación fue su futuro próximo, ya que habían recibido la llamada al entrena­miento obligatorio. Si bien habían oído mucho acerca de los campos de entrenamiento, nunca habían podido comprobarlo, porque lo que sucedía allí dentro era un completo misterio para los que aún no habían ingresado; los mayores solían inventar historias sobre lo que sucedía, pero la mayor parte de ellas se contradecía cuando ha­blaban con otra persona diferente.
Los muchachos se la pasaron conversando acerca de lo que podían encontrar, las armas con las que entrenarían, los campos de tiro, los caballos y un sinfín de cosas más.
Después de un par de horas de caminata, solo trajeron dos cone­jos y un saco lleno de frutos. Volvieron a la orilla, limpiaron los ani­males, hicieron una fogata y se tiraron a descansar mientras se asaba la carne. Quentin cerró los ojos y se quedó escuchando el murmullo del viento entre las hojas y, sin saber si estaba dormido o despierto, empezó a escuchar lo que parecía ser música. Al principio era solo una suave melodía, que luego se fue convirtiendo en una voz dulce y armoniosa.

Sombra y luz luchan en su interior
Quién prevalezca será su elección
Decisiones deberá tomar
El hijo de la Luna,
Señor de cielos e infiernos
Dueño de vida y muerte
A estas tierras ha decidido llegar.

Quentin abrió los ojos sobresaltado, sin saber si ese canto había sido producto de su imaginación o si realmente lo había escuchado. Josh no estaba al alcance de su vista, por lo que se levantó y lo en­contró metido en el río, tomando un baño y al verlo, le preguntó:
—¿Oíste eso?
—¿Oír qué?
—¡El canto!
—No, desde acá difícilmente haya oído lo mismo que tú. Espé­rame a que suba —dijo Josh, ya casi llegando a la orilla.
—Alguien estaba cantando, aunque no sé si era hombre o mujer, o si eran ambos. Hablaba del hijo de la luna, algo sobre un ser de luz y de oscuridad...
—No he oído nada. Puede que lo hayas soñado, cuando bajé al río parecía que dormías.
—Puede ser, sí —dijo Quentin no muy convencido
—Ven, vamos a ver las cañas. —Y así terminó Josh con el extra­ño malestar de su amigo.


A media tarde decidieron regresar, sin peces, pero con un saco lleno de frutos para que las cocineras hagan mermeladas y jaleas. Cuando los muchachos llegaron, una gran muchedumbre se agolpa­ba en las puertas de la ciudad. En su mayoría eran campesinos que regresaban de los sembradíos con las carretas cargadas con sus cosechas, aunque también se encontraban entre ellos algunos mercaderes provenientes de lejanas tierras que, de a poco, comenzaban a llegar por la fiesta del aniversario de Sitnor que se celebraba a mediados del verano.
Quedaban unas pocas horas del día cuando finalmente cruzaron las puertas, con su escolta siguiéndolos de cerca. Avanzaron a paso lento unos pocos metros y decidieron que sería mejor tomar por otro camino, para llegar lo más pronto posible a su destino. A la primera oportunidad, giraron hacia una calle que se dirigía al muro oeste, y en cada cruce de calles, miraban a su derecha en busca de alguna que se encuentre desierta.
—Perdimos a la escolta —dijo Josh sonriendo—. Deben haber quedado estancados en la entrada.
—Ya estamos regresando, no sé por qué te alegras —dijo Quen­tin encogiéndose de hombros.
—Porque son molestos y también aburridos. Es como si nuestros padres nos siguieran a todos lados.
Esta vez Quentin le dio la razón. Cuando encontraron una calle sin gente a la vista, giraron por ella hacia el norte. Iban conversando aún sobre lo molesto que era tener a su escolta siempre cerca, cuan­do ven que frente a ellos aparecen dos hombres cubiertos con largas capas negras, lo que a Quentin le pareció bastante extraño debido al calor que hacía, aunque sin prestarles demasiada atención, conti­nuaron su camino. Era normal que durante el verano llegue a la ciu­dad gente de diferentes lugares, algunos incluso de muy al norte de Palmeras, donde, según habían oído, el calor del sol era abrasador y podía llegar a sacarle a uno ampollas en la piel si se estaba mucho tiempo lejos de la sombra.
Deben sentir frío aquí, quizás por eso usan esas capas” pensó Quentin.
A unos cincuenta pasos de distancia, los sujetos, cuyos rostros se escondían bajo la sombra de sus capuchas, se separaron para quedar enfrentados a ellos y se detuvieron por completo. Quentin y Josh se miraron confundidos.
—Desmonten y quédense donde están —dijo uno de los extra­ños. Hablaba con un marcado acento pyebrano.
Los muchachos obedecieron. “Seguro son ladrones” pensó Quentin. Los hombres se quitaron las capas haciendo un idéntico movimiento, que parecía haber sido ensayado infinidad de veces, y éstas volaron por sobre sus cabezas, para caer lentamente a unos metros de sus dueños.
—Deben estar bromeando —dijo Josh con una mueca de des­agrado en su rostro.
Luego de su teatral entrada, los sujetos empezaron a correr hacia donde los muchachos estaban. A mitad de camino sacaron unas largas y delgadas espadas. Quentin las miró fascinado, ya que parecía que de ellas emanaba una luz dorada.
¿Qué demonios les sucede? —preguntó extrañado, pero no recibió ninguna contestación.
Ambos reaccionaron de inmediato, sacando sus espadas de las alforjas y, dándoles unas palmadas a sus caballos, los apartaron del lugar. Era la primera vez que eran atacados de esta forma, sin motivo aparente ni provocación de por medio, pero supieron que hacer sin perder la cabeza; se miraron brevemente y con un leve gesto acordaron separarse un par de metros.
¿Y qué si no soy capaz? ¿Qué pasa si fallo, y en lugar de defen­derme solo logro que me asesinen? No puede suceder. Tengo que ser más rápido, más fuerte, tengo que adelantarme a sus movimien­tos, saber qué es lo que piensa antes que lo piense. Tengo que ser mejor, debo ser mejor. Por Josh, por mí.”
Unos segundos después, las espadas comenzaron a entrechocar en una danza enérgica e improvisada, trazando figuras invisibles en el aire. Quentin creyó que las espadas de sus atacantes se romperían en el primer choque, ya que eran tan delicadas que parecían dema­siado frágiles en comparación con las que estaba acostumbrado a ver en Sitnor, pero se sorprendió al comprobar que eran igual de re­sistentes que la suya.
A cada instante, sentía la necesidad de permitirse una fracción de segundo para echarle una mirada a su amigo y comprobar que aún se encontrara de pie; ya se había percatado que los sujetos con los que se enfrentaban no eran ningunos improvisados ni tampoco simples ladrones, como había pensado en un primer momento. Eran espadachines experimentados, y por lo tanto, muy superiores a ellos. Sin embargo, ambos estaban haciendo lo posible para mante­nerse en una sola pieza.
Quentin notó que su cuerpo era mucho más ágil y veloz y, a di­ferencia de lo que sucedía cuando entrenaba en la fortaleza, no escuchaba ningún sonido más que el de los latidos de su corazón, que resonaban como tambores en sus oídos.
Con el pasar de los minutos comenzó a preocuparse, ya que cada vez que lo miraba, Josh tenía una herida nueva. Pequeñas manchas rojas florecían lentamente en su camisa, tanto en su torso como en sus brazos.
Por unos breves momentos, Quentin escapó de su atacante y se alejó aún más de su amigo, tratando de encontrar la forma de ayudarlo. Miró a su alrededor, en esos pocos segundos de alivio, y vio que detrás suyo, en un establo, había una carreta vacía. Se disponía a llegar hasta ella cuando su contrincante lo alcanzó de nuevo, pero luego de rechazar algunos de sus golpes, Quentin lo pateó en el abdomen y corrió hasta la carreta.
¡Erres un cobarrde! —dijo el sujeto riendo, y luego le dio la es­palda para dirigirse sin prisa alguna hacia donde se encontraba Josh.
Quentin subió a la carreta y la cruzó de dos grandes zancadas, bajó del otro lado y la empujó hacia la polvorosa calle con todas sus fuerzas. Ésta le dio de lleno en medio de la espalda al misterioso hombre y el impacto lo tiró de cara al suelo. Golpeado e insultando a todos sus ancestros, se levantó, escupió a un costado y se limpió la boca con la manga de su camisa.
¡Doblemente cobarrde! Pagarrás con crreces tu descarro.
¿Qué? No se entiende una mierda lo que dices. —Quentin reía, mientras se acercaba a él.
Voy a borrar tu maldita sonrisa —el sujeto levantó la hermosa espada, que había resbalado de su mano al caer.
Cuando aprendas a hablar vuelve a buscarme —respondió en una carcajada.
Verremos quién de los dos rríe al final —dijo el golpeado sujeto cargando nuevamente.
Quentin volvió sus ojos hacia Josh y vio alarmado que su camisa estaba rasgada, allí donde el filo de su contrincante se había en­contrado con el cuerpo de su amigo pero lo que más le preocupó fue la gran herida que parecía tener en el abdomen.
La oscuridad iba ganando territorio lentamente, lo que hacía que sea cada más difícil mantenerse a salvo.
—Maldición. ¿Dónde están cuando se los necesita? —Quentin se sintió desesperado y enormemente frustrado—. ¡Santoro! ¡Maldito seas! ¡Ven aquí!
No vendrrán —dijo mirándolo a los ojos.
—¿Qué dices? —A Quentin se le cayó el alma a los pies al oírlo, pero recobró su compostura momentos después.
Ya nos encarrgamos de ellos.
—Por supuesto… ¿Ustedes y cuántos más?
Están muerrtos, pequeño, y ahorra los enviarremos a los dos al más allá —dijo el sujeto, mientras sus labios dibujaban una mueca burlona.
—Entonces comienza a llamar a tus matones, porque dudo que ustedes puedan.
Los ojos negros del sujeto brillaron de odio y Quentin no podía dejar de reír. Sentía que no tenía poder alguno sobre lo que decía, las palabras parecían brotar de sus labios antes que pudiera siquiera pensarlas. Hasta él mismo se asustaba y asombraba de lo que decía. Pero no era momento de controlarse, era momento de sobrevivir a toda costa, y estaba dispuesto a aguantar esa extraña locura que sentía si eso significaba mantenerse a salvo del filo de la espada de su enemigo.
Volvió a atacar, pero no estaba dispuesto a matar a su adversa­rio, solo quería quitárselo de encima para poder ayudar a Josh, que la estaba pasando realmente mal; se encontraba acorralado contra un muro, sin lugar por donde escapar. Mientras intentaba a toda costa deshacerse del sujeto, vio que Josh logra escapar de su atacan­te. Ya casi había oscurecido por completo, la escasa luz apenas si ayudaba a distinguir el entorno, pero Quentin vio a su amigo caer, y a su enemigo correr hacia él con su fina espada en punta, tan bella como mortal. El brillo de su hoja estaba teñido ahora con la sangre de Josh, los destellos rojos eran hipnóticos ante sus ojos.
Quentin supo que no había forma de que pudiera llegar tan rápido hasta el otro lado de la calle. Aún si lanzaba su arma, no estaba seguro de poder impedir que Josh fuera herido. En solo un segundo vio mil imágenes diferentes pasar por su mente. Trece años de travesuras, aventuras y regaños iban a terminar sin que él pudiera hacer nada para impedirlo. Pudo imaginar el dolor que esto le causaría a la Dama Ema, y lo difícil que iba a ser seguir adelante sabiendo que no pudo hacer nada para salvar a su amigo.
Deseó con todas sus fuerzas que el dueño de esa hermosa y letal espada cayera muerto. Que su cuello se rompiera o que su corazón estallara. Josh seguía en el suelo y su espada había caído lejos de su mano cuando tropezó. Quentin solo pudo ver los ojos de su amigo, tan hipnotizado y aterrorizado como él.
En su desesperación, al sentirse incapaz de hacer algo para ayu­dar a Josh, Quentin solo pudo mirar al cielo y lanzar un grito desde lo más profundo de su ser.
—¡Maldición!

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