Redención

Un cuerno sonó con tal urgencia e intensidad que despertó sus cinco sentidos en un instante. Se quitó las mantas que lo cubrían y corrió a buscar sus armas. Estaba saliendo de la tienda cuando se topó con su hermano.
Apresúrate, tenemos visitas —dijo el muchachito. La brisa del norte hacía que su largo cabello negro revoloteara a su alrededor como si fueran serpientes enfurecidas.
¿Cuántos? — Preguntó mientras se encaminaban a la entrada del campamento.
No tantos como la vez anterior —dijo tratando de acomodar los mechones de cabello, pero éstos se escapaban entre sus dedos. Quentin asintió.
Varias centenas de soldados pasaron frente a ellos, una marea de plata oscurecida que reflejaba en unos pobres destellos los fuegos casi extintos de las fogatas. La noche se rehusaba a darle paso al día, aunque, al este, una pequeña linea de claridad amenazaba con desplazar irremediablemente el oscuro manto que cubría el cielo. Mientras los soldados marchaban, Quentin miró al cielo y se perdió en su inmensidad, contemplando los pequeños puntos luminosos que lo adornaban.
Permitan que al anochecer vuelva a contemplarlas. Concédanme un día más” pensó. Su hermano le tocó el brazo y le hizo una seña con la cabeza para continuar caminando. Se acercaron a una de las salidas del campamento y un soldado se acercó a ellos.
Señor —dijo entregándole las riendas de su yegua, cuyo pelaje negro se confundía con las sombras que los rodeaban. Luna relinchó cuando él le acarició el cuello.
Quentin montó, avanzó unos cientos de metros y, mientras esperaba que su ejército se acomodara, tarareaba una canción de su infancia. Era lo único que podía hacer para calmar sus nervios y evitar que su estómago comenzara a quemarlo por dentro. Los músculos de sus brazos le dolían de tanta tensión contenida, la sangre le hervía y sus sentidos estaban tan agudizados que era capaz de escuchar todo lo que lo rodeaba. Necesitaba que todo empiece de una vez, para acallar los sonidos que amenazaban con arrebatarle la razón.
Cuando los primeros rayos de sol finalmente asomaron, un jinete, que llevaba una túnica blanca sobre su armadura, avanzó hasta quedar a mitad de camino entre ellos y su ejército.
¡Eric! —Exclamó. A su izquierda hubo unos pocos movimientos y un enorme sujeto se paró junto a él.— Encárgate.
El enorme sujeto tomó la lanza que sostenía uno de sus compañeros y caminó a grandes zancadas. Cuando estuvo a poco más de cien metros del jinete, se detuvo. Llevó su brazo derecho hacia atrás, hasta que el asta de la lanza rozó la hierba debajo de él, corrió dos, tres pasos y, en un envión, la lanza salió disparada de su mano. El hombre vestido de blanco cayó de su montura por la fuerza del impacto, con la lanza enterrada en su pecho. Una multitud de hombres expectantes rugió cuando el caballo espantado huyó hacia donde se hallaba su tropa, luego de haber perdido a su jinete.
No negociamos, no nos rendimos, no tomamos prisioneros —las voces de los soldados se unieron en una sola, mientras marchaban golpeando los escudos con sus espadas.— Somos bestias sedientas de sangre.
Quentin levantó la voz para hacerse oír sobre los demás sonidos que lo rodeaban.
El olor de la sangre me altera los sentidos, solo deseo:
¡Matar! ¡Matar! ¡Matar! —contestaron los soldados
Somos el gran ejército de Sitnor, la tierra donde mujeres y hombres dejan su corazón en cada batalla. Luchamos con uñas y dientes por lo que nos pertenece y venceremos por que así debe ser —Quentin saltó de su yegua y caminó de espaldas al enemigo, mirando a sus soldados.
¡Así será!
Tomaremos lo que nos fue arrebatado, mataremos al enemigo con nuestras propias manos, dejaremos nuestra sangre y nuestra vida, pero venceremos —Quentin desenfundó sus dos espadas y estiró los brazos, cruzando sus armas sobre su cabeza, antes de girar para enfrentar a los invasores.
¡Venceremos! —La última palabra fue expulsada desde sus entrañas mientras el acero de los soldados de Sitnor se cobraban sus primeras víctimas.
La marea plateada, ahora reluciente con la luz del amanecer, golpeó al ejército de estandartes rojos con la fuerza con la que el mar embravecido golpea a las rocas.
Quentin se abría camino, sesgando vidas con la misma facilidad que un campesino cosecha el trigo de los campos. Sus ojos siempre buscaban a un hombre delgado, de piel morena y cabello negro, quería tener el placer de enviarlo al infierno él mismo, aunque sabía que no era el único que reclamaba su último aliento, Reda había arruinado demasiadas vidas.
¡Reda! —Exclamó después de deslizar el filo de una de sus espadas por el cuello de un hombre.— ¡Sal de tu escondite, maldito cobarde!
Un infierno de fuego se desató detrás de los estandartes rojos, cobrándose la vida de decenas de ellos. Quentin, al igual que todos a su alrededor, se agachó por la sorpresa de no saber qué era lo que ocurría. Cuando miró a los lados, vio que su hermano era el único que estaba de pie, contemplando la escena con fascinación.
¿Ese fuiste tú? —Preguntó mirándolo, mientras enderezaba su espalda. El muchachito asintió con una sonrisa. Sus ojos, de un violeta intenso, se apagaron y volvieron a verse verdes.— Vaya, recuérdame no hacerte enfadar.
Demonios, Señor —dijo Eric incorporándose a su lado.
Ayúdenme a encontrar a sus magos—dijo borrando la sonrisa de su rostro,— antes que ellos hagan lo mismo o algo peor. Alexandra se encargó de uno de ellos, pero no sabemos cuantos serán. Busquen a quienes no lleven armas y dímelo. No intenten atacarlos, pueden matarlos si lo notan.
El mayor de los hermanos asintió y se largó a correr entre sus hombres dándoles la orden que lo siguieran y juntos se adentraron entre las tropas enemigas. Habían unido sus escudos y avanzaban con las lanzas en punta, traspasando a quienes osaran acercarse demasiado. Cuando cruzaron sus filas, la tierra se abrió unos pasos delante de ellos, impidiéndoles continuar. Miró a su alrededor y vio a una mujer de alborotado cabello cobrizo moviendo sus manos. No llevaba armas. Antes que pudiera hacerle saber a su hermano que había hallado a uno de los magos, la mujer cayó atravesada por una lanza. Una risotada sonó a su lado. Quentin sonrió y bajó su escudo.
¡Reda! —Exclamó.— ¡Reda!
Ese cobarde no está aquí, Señor —dijo uno de los soldados enemigos que estaba del otro lado de la grieta.— No se atreve a salir de debajo de las faldas de la Señora.
Lárguense, entonces, ¿Qué demonios hacen aquí? —Las armas habían dejado de atacarlos.
Los magos nos asesinarían si nos largamos.
¿Cuántos trajeron? —Preguntó en un intento de detener la matanza.
Dos, Señor.
Ya están muertos, acabamos con ellos. ¡Lárguense o serán aplastados por nuestra gente!
Eric tomó el cuerno que llevaba colgado de su cinturón, lo hizo sonar dos veces y los hombres de Sitnor bajaron sus armas. El soldado que había hablado con Quentin tomó uno de los estandartes rojos que había clavado a su derecha y lo hizo ondear sobre él. Uno a uno, todos los demás imitaron al primero y Quentin los vio retirarse del campo de batalla.
Cuando el ejército de Sitnor regresó al campamento, Quentin le agradeció a las estrellas por haberle permitido vivir. Esperaba con ansias que llegara la noche para volver a verlas. Solo quería ver las estrellas una vez más.

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